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El peso de las palabras: 21 gramos

LEE Y COMPARTE  EDINSON MARTÍNEZ | 14 mayo 2023.

El Diario Tricolor-. Dos años atrás, mientras escribía una novela corta de título Numero rojo(2022), en uno de sus capítulos, en reflexión omnisciente, comenté: “Las palabras tienen su propio universo, desencadenan torbellinos de emociones, se enamora con ellas, se construyen y destruyen relaciones por virtud de ellas, por eso tenemos que cuidarlas, medirlas y pesarlas antes de finalmente pronunciarlas”. Las he recordado ahora cuando escribo el presente texto, porque también me he paseado -en ejercicio tan ocioso como surrealista- por la excéntrica idea de suponer que las palabras, como los objetos, podrían pesarse o medirse. Esta insólita especulación me llegó de pronto viendo una vieja película de nombre 21 gramos.

La enigmática producción audiovisual se inspira, según la crítica especializada, en los experimentos efectuados a comienzos de siglo pasado por un tal doctor Duncan MacDougall intentando demostrar que el alma tiene peso, conforme a esa idea, su propósito era determinar “si la salida del alma del cuerpo era acompañada de alguna  manifestación que pudiera registrarse con algún medio físico”. Así, luego de sucesivas pruebas y mediciones, este sujeto pudo concluir que cuando morimos perdemos automáticamente 21 gramos -¿será ese el peso de las palabras?-, de ahí el título de la película dirigida por Alejandro González Iñárritu.

“Nuestra literatura tiene en la realidad que nos circunda, que nos abraza y envuelve, su más dilecta fuente de inspiración, es tan singular su contexto que, aun evadiéndolo, todavía es capaz de influirnos en cualquiera de sus géneros”

El filme tiene un reparto integrado por Sean Penn, Naomi Watts, Benicio Del Toro, Charlotte Gainsbourg, Melissa Leo y Clea DuVall. Y, en efecto, en él se desenrolla una urdimbre de historias paralelas con fuertes e impactantes sensaciones surgidas a partir de un inesperado accidente, las consecuencias de la tragedia, entrelaza las vidas de los personajes con ingenio y creatividad. El caso es que, al margen de la controversial trama, la película me sorprendió muy gratamente al encontrar que, en uno de los instantes cruciales del argumento, el protagonista (Sean Penn), le recita parte de unos versos de La tierra giró para acercarnos a su contraparte actoral (Naomi Watts). Estos versos del célebre poema pertenecen a nuestro recordado autor Eugenio Montejo.

Me emocioné tanto al escuchar en aquella parte del largometraje esas estrofas que, no creyéndolo, repetí varias veces el tramo de la cinta y en seguida escribí a varios amigos comentándoles. Pronunciar esos versos en una película de tal relevancia, además del reconocimiento al autor, es una exquisita oportunidad para la difusión de su obra. Y no sería la primera vez que eso ocurriera, pues muchos escritores llegan a ser conocidos en todo el mundo a través de un hecho que no siempre tiene relación directa con su oficio. Es el caso, por ejemplo, de Antonio Machado, el poeta español, quien alcanza notoriedad planetaria una vez que Joan Manuel Serrat en su producción musical de 1969, denominada Dedicado a Antonio Machado. Poeta, versiona un conjunto de doce poemas del autor que antes eran prácticamente de exclusivo interés para los lectores de poesía. Desde entonces los versos de Machado se han convertido en casi un himno de reconocimiento en todo el mundo de habla hispana, despertando, a su vez, un mayor interés por el autor sevillano. Cantares, ahí, entre otros temas, es una reflexión sobre la vida al reconocer que nada está predeterminado y, por tanto, es un camino que se descubre únicamente al andar.

… Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.

Al andar se hace camino
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.

Caminante no hay camino
sino estelas en la mar…

Al culminar 21 gramos -pleno de optimismo-, me dije en voz tan baja que habría de escribir en letra muy chiquita aquella confesión: “estamos llenos de tantas cosas buenas e interesantes, y lo más triste es que eso pareciera imperceptible para el común -y los no tan comunes- de los venezolanos”.

Y lo digo ahora, justo en este momento, cuando pienso en Rafael Cadenas, quien, precisamente, mientras escribo este texto recibe en España su bien merecido Premio Cervantes, allá, todo un acontecimiento en el mundo de las letras y, aquí, en su patria, aquello transcurre como si sólo fuese el paso del viento entre las hendijas de una ventana olvidada. Un país cruel, se me ocurre escribir. Alguien, a propósito, dijo: “es que así somos”.

Empero, dejemos que el tiempo haga su trabajo y, a tal efecto, los versos recién citados de Antonio Machado calzan como anillo al dedo. Sigamos, entonces.

Nuestra literatura tiene en la realidad que nos circunda, que nos abraza y envuelve, su más dilecta fuente de inspiración, es tan singular su contexto que, aun evadiéndolo, todavía es capaz de influirnos en cualquiera de sus géneros. Alguna vez, a cuenta de esa peculiaridad, en uno de esos días plomizos del otoño de 1983, en Ciudad de México, durante una larga entrevista a Julio Cortázar en la Librería El Juglar, este señaló con toda naturalidad, con una tan admirable franqueza, su percepción sobre el tema y por eso he creído oportuna citarla:

“… ¿Por qué un sentimiento de lo fantástico está presente en la obra de escritores rioplatenses como es el caso de Horacio Quiroga, como es el caso de Borges, como es el caso de Felisberto Hernández y como es también mi caso? Hasta hoy no hay una respuesta satisfactoria. Un poco paradójicamente a mí se me ocurrió alguna vez que tal vez nosotros [Cortázar se refiere a Uruguay y Argentina] caíamos en lo fantástico por el hecho de que la realidad que nos circundaba no tenía la riqueza y la abundancia tropical que hay en los países más al norte, es más pobre el Uruguay la Argentina en su contexto circundante…”.  

Se me ocurre, asimismo, referir la ingeniosa expresión del gran poeta chileno Pablo Neruda al conocer Carora, cuando en un arranque pleno de emoción, exclamó aquel célebre comentario: “… Y, si escogiera, el Sol nacería en el nombre de Carora…”.

La ocurrencia dicha en 1959 a su compañero de viaje en Venezuela -el poeta estuvo recorriendo diferentes regiones de nuestro país junto a Miguel Otero Silva-, según nos cuenta el escritor Francisco Zambrano Gómez en su ilustrativa crónica titulada Pablo Neruda en Carora (2021), fue de tal lirismo que, años más tarde, el episodio pasó a integrar su poema Oda a los nombres de Venezuela, publicado en su libro Navegaciones y regresos (1959).

… Nombres de Venezuela
fragantes y seguros
corriendo como el agua
sobre la tierra seca,
iluminando el resto
de la tierra
como el araguaney
cuando levanta
su pabellón de besos
amarillos.
Ocumare, eres ojo, espuma
y perla,
Tocuyo, hijo de harina,
Siquisique, resbalas
como un jabón mojado
y oloroso
y, si escogiera,
el Sol nacería en el nombre
de Carora,
el agua nacería en
Cabudare,
la noche dormiría en
Sabaneta,
en Chiguare, en Guay,
en Urucure,
en Coro, en Bucaray,
en Moroturo.
En todas las regiones
de Venezuela
desgranadas
no recogí sino
este tesoro:
las semillas ardientes
de esos nombres,
que sembraré en la tierra mía,
lejos.

Por lo general, los escritores suelen estar pendientes instintivamente en el medio que les rodea, de aquella presencia no siempre física que les concita emociones, reflexiones, recuerdos, cavilaciones fantasiosas y hasta enigmáticas afinidades para, en la alquimia propia de la creación literaria, plasmar las ideas que se convertirán en el nudo de palabras que finalmente llegarán a su único destinatario: el lector.

En ese recorrido, una libreta y un lápiz o bolígrafo a la mano, constituyen la herramienta básica para recoger cada impresión, y así imagino al bardo chileno alucinado durante aquella gira, rindiéndose embelesado ante la policromía tropical de nuestro país, como muy probablemente Rómulo Gallegos, por ejemplo, se encontró ante el atraso y el desamparo de un país estrangulado por conflictos sociales de toda índole, sirviéndole tal realidad de magma creativo en el estilo literario que lo destacó como nuestro más importante novelista del siglo veinte. En su nombre, justamente, se otorga en Venezuela el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos desde 1967.

Y a propósito del indiscutible mérito del escritor, y también en el contexto de la reciente premiación a Rafael Cadenas, vale la pena referir en este manojo de comentarios, la desafortunada cosecha del autor venezolano en concursos literarios.

Rómulo Gallegos fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura en 1958, era entonces un novelista consagrado, su obra Doña Bárbara (1929) había sido traducida a varios idiomas y llevada al cine (1940), tenía, por otra parte, una prolífica producción literaria, y su nombre fulguraba entre las personalidades más destacadas de la literatura de habla hispana, en su haber ya poseía distinciones catedráticas de diversas universidades del continente americano, sin embargo, en su larga trayectoria como autor -más de medio siglo-, los galardones literarios siempre le fueron esquivos. Nueve veces, entre 1951 y 1967, fue postulado infructuosamente al Premio Nobel de Literatura. Y, en ese sentido, me atrevería a señalar -sin ánimo de desmeritar a ningún escritor premiado- que dos monumentales injusticias se han cometido al desconocer los méritos de Jorge Luis Borges y Rómulo Gallegos para la acreditación del renombrado premio.

Dos años antes de su fallecimiento, en 1967, fue la última postulación de Rómulo Gallegos al Nobel, en esa oportunidad el galardón se confirió a Miguel Ángel Asturias.

Sobre el otro de los autores, comento el episodio siguiente: en cierta ocasión, entrevistado Jorge Luis Borges en una televisora norteamericana de la cadena PBS, ante la pregunta del escritor y comentarista estadounidense William F. Bucley sobre sus múltiples postulaciones a la Academia Sueca, el genio argentino, con su proverbial estilo inteligentemente sarcástico, respondió:  

“De hecho creo que podría decirse que es una tradición nórdica no otorgarme el Nobel. Ya es una parte de la mitología nórdica…”.

Pablo Neruda en su libro Confieso que he vivido. Memorias nos relata su parecer sobre el último intento del escritor de Doña Bárbara por conseguir el Nobel: 

“La verdad es que todo escritor de este planeta llamado Tierra quiere alcanzar alguna vez el Premio Nobel, incluso los que no lo dicen y también los que lo niegan.

En América Latina, especialmente, los países tienen sus candidatos, planifican sus campañas, diseñan sus estrategias. Esta ha perdido a algunos que merecieron recibirlo. Tal es el caso de Rómulo Gallegos. Su obra es grande y decorosa. Pero Venezuela es el país del petróleo, es decir, el país de la plata, y por esa vía se propuso conseguírselo. Designó un embajador en Suecia que se fijó como suprema meta la obtención del premio para Gallegos. Prodigaba las invitaciones a comer; publicaba las obras de los académicos suecos en español, en imprentas del propio Estocolmo. Todo lo cual ha debido parecer excesivo a los susceptibles y reservados académicos. Nunca se enteró Rómulo Gallegos de que la inmoderada eficacia de un embajador venezolano fue, tal vez, la circunstancia que lo privó de recibir un título literario que tanto merecía”.

Esta confesión del autor de Los Versos del Capitán en sus Memorias (1974) tiene el mérito de quien asimismo fuera varias veces nominado, y de quien, a su vez, por múltiples razones, conservaba vínculos con el selecto mundo asociado al codiciado premio. Así, el narrador venezolano, queriendo alcanzar el renombrado galardón, quizás fue ignorado por los excesos desafortunados mencionados por Neruda. Quiera la ocasión, y toco madera, que Rafael Cadenas pueda conseguirlo, como ha obtenido el Premio de Literatura en Lengua Castellana “Miguel de Cervantes”, teniendo en desventura el sentimiento adverso del gobierno de su patria.

@emartz1

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La opinión emitida en este espacio refleja únicamente la de su autor y no compromete la línea editorial de La Gran Aldea.

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