¿Qué carajo hago yo aquí?Por Edinson Martínez
El Diario Tricolor.- En el tránsito humano por asentar la voz en figuras tangibles para que las personas fueran capaces de leer y entonces conseguir que, el soplo del aliento inteligente que nos separa del resto de los seres vivos, no sucumbiera al olvido, los humanos hemos librado una ardua batalla desde el mismo instante en que se tuvo consciencia de la existencia misma.
Es como si el instinto de la especie, tomándose de la mano de la voluntad, buscara dejar una huella en su paso por la vida, por el mundo en su ya largo trajinar. Los libros, en ese sentido, han salvado a la humanidad de la desmemoria. En el fondo, se me ocurre pensar, que es la necesidad de la trascendencia la que se esconde detrás de la escritura; el rio subterráneo sobre el que surca el propósito creativo de la historia que mece la pluma ante una página en blanco.
“Los libros hacen los labios”, según se cuenta afirmó el escritor romano Quintiliano. Así que, la antigua metáfora, simplemente da cuenta del afán humano por asentar su huella en el tiempo a través de una cada vez mejor manera de cultivar la palabra. Afirmo, entonces, que la autora del título que identifica este texto, en cierto momento de su vida, llegó a plantearse en su más profunda y dolorida introspección, la interrogante sobre su existencia, escogiendo conforme a las claves de su tiempo, ese insubordinado acento con que se expresa al ofrecernos ¿Qué carajo hago yo aquí?
En ese sentido, es válido afirmar que el contexto histórico en que fuera publicada la novela, el año de 1974, es un momento en el que confluyen diversas corrientes de contracultura en el país y también fuera de este. Es, si se quiere, la decantación histórica de procesos gestados en la década precedente.
Este libro es una publicación de modesto tiraje y no podría asegurar que hubo varias ediciones. Llegó a manos de los lectores por medio de una impresión tipográfica a cargo de un registro editorial de Tipografía El Sobre, de Caracas, con un prólogo del conocido periodista y escritor venezolano, Jesús Sanoja Hernández.
Se trata de una obra escrita por una autora venezolana, ya desaparecida, de nombre Irma Acosta, a la que hoy muy pocos recuerdan, pese al enardecido tono con que interpela al mundo al escoger el título de su libro. Su publicación remite al año 1974, como dije antes, y quizás haya sido un par de años a lo sumo, cuando me la encontré en una pequeña librería propiedad de un italiano del atenazado pueblo petrolero en el que han transcurrido mis días.
Durante aquel paseo tan rutinario como inocente en el que curioseaba sus austeras exhibidoras, el título me llamó la atención, tomé el libro de la estantería por su título y también por el precio, cuyo monto ha debido ser bastante económico, claramente asequible al bolsillo de un muchacho de pueblo terminando el bachillerato. Su presentación era de una mayúscula insignificancia, con un diseño muy básico, como si deliberadamente se quisiera presentarlo sin mayores pretensiones en su acabado, evidenciada en su tapa monocolor, de un tono cercano a una suerte de marrón pálido sin llegar a ser propiamente sepia, en donde destacaba en su parte superior la altisonante interrogante.
Me lo llevé enseguida y por muchos años estuvo rodando conmigo, creo que fue uno de los primeros libros de la biblioteca que aspiraba a ir formando con los años, pero en algún momento de este medio siglo transcurrido desapareció de ella sin que me diera cuenta, ya tenía, no obstante, un lugar en mi memoria. Por su inolvidable título siempre lo he recordado, confieso que a veces cuando me he encontrado en algún lugar incómodo, de inmediato, como un centellazo viajando solitario desde las honduras caprichosas de los recuerdos, me aborda súbitamente aquella subversiva interrogante del libro de Irma Acosta.
De su lectura, realizada entre sobresaltos y aprensiones, recuerdo pocos detalles, no así la impresión, el sabor o la sensación que sentía a medida que me internaba en sus páginas, una extraña seducción masoquista, en la que se conjugaban el rechazo o la resistencia a continuar el texto, con la tentación y curiosidad por seguirla para conocer adónde me llevaría su autora.
De aquel rastro que me ha quedado luego de tantos años, puedo decir que es un texto desarrollado con una profunda mirada interior, desgarrador, con un preponderante componente psicológico repleto de un aire desenfadado que superaba mi experiencia de lector imberbe y que, ahora mismo, a una persona de mentalidad conservadora, podría impulsarlo a cancelar su lectura. Por cierto, también debo confesar que una impresión similar me ocurrió al leer muchos años después El desbarrancadero de Fernando Vallejo.
El trabajo de Irma Acosta se presenta como una narrativa testimonial, escrito en primera persona, con una nada desdeñable pulsión erótica en todo el manuscrito, lindando muchas veces, y aquí debo decir, que es una apreciación muy subjetiva, entre lo autobiográfico y la ficción, con desdoblamientos eventuales en tercera persona buscando tal vez escabullir el rol personal de la autora.
Confieso que, en el momento de leerlo, buscaba en el texto otro contenido. En aquellos años en Venezuela se publicaba mucha literatura testimonial con el ascendiente político que entonces me interesaba, en ¿Qué carajo hago yo aquí? no lo encontraba, por eso mi rechazo inicial, sin embargo, recuerdo que culminé su lectura, cerré sus páginas y lo ingresé junto a otros quince o veinte libros a mi santuario adolescente.
Es la razón por la que puedo hablar de él con propiedad y valorarlo ahora, en esta etapa, bajo una perspectiva global e histórica. En tal sentido, puedo afirmar que, este modo de mirar la literatura, me refiero a la perspectiva testimonial, fue una propensión muy presente en aquel periodo, lapso en el que varios autores venezolanos publicaron sus experiencias en textos escritos en primera persona.
Así, de este momento histórico, nos han quedado libros como Aquí no ha pasado nada (1972) de Ángela Zago, Aquí todo el mundo está alzao (1973) de Rafael Elino Martínez, El desolvido (1971) de Victoria Duno y Yo misma me presento (1974) de Tecla Tofano. Todos ellos, libros de páginas intimistas, acunados en el torbellino político del país de años precedentes, influidos, a su vez, por una relevante pasión impugnadora de emergentes movimientos de contracultura del momento, suerte de atmósfera contestaria que desde entonces nunca más pude apreciar en nuestra literatura.
Los primeros años de la década del setenta estuvieron muy influenciados por sucesos políticos de finales de la década anterior, el recordado mayo francés, cuestionador y levantisco, fue uno de esos acontecimientos que durante aquellos días todavía mantenía su fuerza impugnadora, abriendo las puertas a debates y movimientos que exigían derechos y reconocimientos en muchos lugares más allá de Francia. A este movimiento estudiantil se le considera, por ejemplo, como un importante impulsor del feminismo, la lucha por la igualdad y la liberación sexual.
Pero sigamos con Irma Acosta, se sabe que escribió muy poco, apenas dos novelas, la primera, esta que comentamos aquí, y, la otra, bajo un título redondeando el mismo aire desenfadado de la anterior, de nombre nada más y nada menos que, Mientras hago el amor (1977), obra con similar acento erótico y de narrativa nada convencional, según nos cuenta Ana Teresa Torres. Pero el caso es que nadie estas obras, tampoco a ella, pese a una importante figuración en círculos literarios de la capital del país, como, en efecto, pude comprobar, rodeada de autores que marcaron época en Venezuela.
Entre 1964 y 1965, por ejemplo, se desempeñó como codirectora de la revista literaria Letra roja junto al escritor de País portátil, Adriano González León. Esa revista tenía entre sus colaboradores a la crème de la crème de la intelectualidad de la época, entre ellos a Ludovico Silva, Alfredo Chacón, José Ignacio Cabrujas, Caupolicán Ovalles, Orlando Araujo, Héctor Mujica y Manuel Caballero, entre otros.
Ana Teresa Torres, en su publicación Tradiciones e inauguraciones en la escritura de las narradoras venezolanas. De los años sesenta a la década finisecular. De la Revista Venezolana de Estudios de la Mujer. (Caracas: UCV, enero-junio 2003), señala sobre Irma Acosta lo siguiente:
“El orden familiar, fuertemente conmovido en la mentalidad de la década, se introduce en los textos de Acosta como otro elemento de violencia, a la que responde un odio homicida contra el padre.
SeréEn la imposibilidad de la relación amorosa, el hombre deviene, en su segundo libro, en un objeto sexual para el placer de la mujer que, de ese modo, se libera de la violencia de la que se sentía víctima. Dentro de la escasa recepción bibliográfica de Acosta, merece la pena citar un artículo de prensa en el que Tecla Tofano (1927-1995) relaciona ¿Qué carajo hago yo aquí? con el suyo, Yo misma me presento (1974). Tofano considera este libro de Acosta como “la abertura de un camino hacia una nueva literatura”, en tanto, “el interés del libro es que Irma Acosta busca situarse desde ella misma y por sí”. La necesidad de justificar el libro, anteponiendo que se trata de un texto “personal, subjetivo, y por tanto, parcializado”, permite suponer que tales rasgos podían ser considerados “antiliterarios” por la crítica del momento.”
De aquel libro de título altanero no podría recodar un texto o una frase en particular, no obstante, flotando únicamente en los recuerdos, tengo en el desafío altivo de la desmemoria, la impresión que me causó al meterme en sus páginas, es como el perfume asociado a algún instante memorable de la vida que nunca se extravía, o el gesto repentino dibujado en un rostro cualquiera atrapado para siempre en nuestra historia de vida. ¿Qué carajo hago yo aquí?, es una historia tormentosa, es el sufrimiento narrado en primera persona, cuyo cimiento no es el raciocinio, la reflexión, sino el dolor expresado con desenfado, con altanería.
“La base del yo no es el pensamiento, sino el sufrimiento, que es el más básico de todos los sentimientos”, llega a escribir Milan Kundera en La inmortalidad, registro narrativo que calza perfectamente en lo que pervive en mi memoria de la obra comentada. Y a propósito de esta consideración, Ana Teresa Torres, en el trabajo de investigación citado antes, señala que Irma Acosta se percibía a sí misma como una autora perteneciente al llamado “ciclo de dolor” de la literatura femenina de este periodo. “Estas jóvenes sesentistas comparten los extremos de la bohemia, en el espíritu de los poetas franceses “malditos”, que después inspiró a un grupo denominado “La pandilla de Lautreamont”. Apunta en el mismo trabajo Ana Teresa Torres.
Este texto lo escribo sin ánimo de crítica literaria sobre la obra de Irma Acosta, y mucho menos pretendo un examen de su narrativa a la luz de las disquisiciones propias de la academia. No, nada de eso, es que, simplemente, después de las muchas veces en que me he encontrado en situaciones embarazosas y, entonces, sin proponérmelo deliberadamente, apelo de modo espontáneo al título del libro para increparme en mi más absoluta intimidad, por tanto, lo menos que podría hacer es intentar rescatar del olvido la obra de aquella escritora aspirante a su modesta inmortalidad. “Tal vez las letras sean solo signos muertos y fantasmales, hijas ilegítimas de la palabra oral, pero los lectores sabemos insuflarles vida”, escribe Irene Vallejo –como si leyera mis pensamientos– en su extraordinaria obra El infinito en un junco. Pues, digamos que eso intento ahora con ¿Qué carajo hago yo aquí?
Y es que, en confesión que me atrevo a expresarles, como Neruda bien lo hace en su Poema 20 al regalarnos “Nosotros los de ayer ya no somos los mismos”, siento un afán de mi parte por revisar todo, evaluar y colocar bajo el candil de la madurez tanto como me sea posible en el fugaz instante del presente. De ahí este interés por ¿Qué carajo hago yo aquí?
El libro en referencia no es de fácil ubicación, asimismo, nadie recuerda a su autora. Estuve indagando entre, incluso escritores, y ninguno da cuenta de ella. “¿Qué cosas tiene la vida?”. Tendría que decir. Así, pues, rendido ante la evidencia del olvido, no nos queda otra cosa que conformarnos con lo encontrado de manera fragmentada, y asumir, en consecuencia, como válidas las aseveraciones de quienes –muy pocos– han estudiado sus trabajos, entre ellos Isabel Piniella y Ana Teresa Torres.
“Irma Acosta pertenece a lo que ella misma llama el “ciclo de dolor”. Sus dos libros de relatos, ya en los títulos – ¿Qué carajo hago yo aquí? (1974) y Mientras hago el amor (1977)- indican una propuesta antiliteraria. Se trata, sobre todo el primero, de un libro escrito en un discurso salvaje, con absoluto desprecio formal, cuyo propósito pareciera ser el trazado de una suerte de autobiografía, o al menos, explícitamente la autora declara que escribirá “en primera persona”, asumiendo que tal acto sea criticado.
Claramente intenta transgredir la literatura formal, rebajar la dignidad del lenguaje, que, en ocasiones se hace escatológico, introduciendo temas sin duda poco transitados hasta el momento, como son los encuentros sexuales anónimos, la furia contra el acto sexual al servicio del hombre, el aborto, la bulimia, el suicidio, la locura, y el tratamiento psiquiátrico.
Acosta introdujo esta temática del diálogo de la mujer y su psiquiatra, que con diferentes matices ha sido recurrentemente abordado tanto por narradoras como poetas”.
Tradiciones e inauguraciones en la escritura de las narradoras venezolanas. De los años sesenta a la década finisecular. De la Revista Venezolana de Estudios de la Mujer. (Caracas: UCV, enero-junio 2003).
Al parecer el texto de Irma Acosta, junto con otros de la misma generación de mujeres escritoras en Venezuela, entre ellas Mary Guerrero, Yolanda Capriles, Mariela Arvelo, Marina Castro, Miyo Vestrini, Victoria Stefano y otras, inserta en la literatura nacional nuevas sensibilidades, ya no solo porque las autoras son mujeres, sino en especial porque incorporan otras perspectivas en el campo narrativo, nuevos temas y modos de abordarlos bajo otra piel.
Eso percibí del libro cuyo título me atrajo hace ya tantos años. El escritor español, Fernando Sanmartín, citado por Irene Vallejo, tiene una reflexión sobre el particular muy a la medida de lo que trato de explicar con el libro de Irma Acosta.
“El pasado nos define, nos da una identidad, nos empuja al psicoanálisis o al disfraz, a los narcóticos o al misticismo. Los que somos lectores tenemos un pasado dentro de los libros. Para bien o para mal. Porque leímos cosas que hoy nos causarían perplejidad, incluso aburrimiento. Pero también leímos páginas que todavía nos provocan entusiasmo o certezas. Un libro siempre es un mensaje”.
El Infinito en junco (2024). Irene Vallejo. Editorial Siruela.
Como antes señalé, fueron dos las obras de Irma Acosta, ambas en el mismo periodo, no escribió más, como si todo cuanto quisiera decir hubiera quedado agotado en sus dos títulos publicados. No es frecuente casos así, pero se dan, incluso entre autores notables. Juan Rulfo, por ejemplo, se despidió con menos de cinco libros publicados. Franz Kafka, con más o menos el mismo número. También Emily Brontë y César Vallejo y muy probablemente otros. No obstante, todos ellos nos dejaron un legado literario extraordinario y por eso son recordados.
A Irma Acosta la recuerda un muchacho de ayer, un afiebrado por la política y la lectura que cargó por años con su libro y que ahora lo rescata de la desmemoria en un momento en que, como atina a decir Joaquín Sabina, “Clark Kent ya no es Superman”, queriendo expresar con ello la idea según la cual todo cambia, en especial con el arribo de la madurez.
Al llegar aquí, al cierre de este modesto cordón de palabras, debo apuntar que, luego de consultar varias fuentes, preguntar aquí y allá por la escritora objeto de estas notas y su libro, me encontré con una publicación donde se comenta la obra y, por fortuna, se transcriben fragmentos de esta. Se trata de la revista A contra corriente, en donde un artículo suscrito por Isabel Piniella, de título ¿Revolución sin afecto? Voces femeninas críticas de la literatura venezolana. (2021), se amplía con bastante detalle el tema literario desplegado por diversas autoras venezolanas, entre ellas, Irma Acosta.
Se cierra la noche, el indescifrable infinito con su telón de estrellas vela mis anhelos, a mi espalda, su azulino fulgor, entre sosegado y misterioso, ingresando por la ventana, abraza mi rebelde empeño desafiando el olvido, mientras Etta James, con su tono amartelado, va desmayando At Last con su sonoridad desolada, como si la cadencia nostálgica con que nos cubre sirviera de fondo para despedir estas notas con la declaración de intenciones con las que inicia Irma Acosta ¿Qué carajo hago yo aquí?
“Voy a hablar de mí, lo haré en primera persona; diré todo lo que siento, lo
pasado y lo presente, comenzaré bautizando las cosas, las situaciones, las
personas, nombres propios y nombres prestados.”
¿Qué carajo hago yo aquí? (1974). Irma Acosta. Tipografía El Sobre. Caracas.
Articulista: Edinson Martinez/