Marcelo Morán: El relojero
—La esfera está hundida. Al parecer recibió un golpe demasiado severo. No sé, quizás un pisotón, ¿Dónde lo conseguiste, Miguelito? —dijo don Rafa, después de examinar el reloj con la lupa ocular.
—En la carretera, señor. Estaba en una orilla y lo tomé al creer que funcionaba.
—No. Esto no sirve para nada, a pesar de ser una buena marca. Es posible que lo haya dejado un borracho y, después, lo trituraran las ruedas de muchos carros.
El muchacho vaciló con la explicación del relojero.
—¿Por qué tiene la certeza de que el dueño sea un borracho?
—Solo un borracho se le ocurriría dejar un Rolex como este en media carretera.
—¿Cuesta tanto, don Rafa? —preguntó Miguelito, alarmado.
—¡Claro! Es un modelo 31mm, Acero. Para comprarlo, yo tendría que trabajar dos años sin descanso y remendar no sé cuánta cantidad de relojes.
El técnico era un hombre de 60 años, flaco, bajo de estatura y de rasgos andinos. Tenía voz de barítono que le permitía regatear a sus clientes las tarifas con absoluta claridad.
—Es una lástima, muchacho. ¿Qué harás con él?
—Trataré de abrirlo para ver sus partes.
El relojero volteó para mirar al muchacho con escepticismo.
—¿Acaso tienes herramientas?
—No. Pero usted me las puede prestar —dijo Miguel sonriente.
—¿Con las mías? Para que lo sepas, hijo: no le presto herramientas a nadie. Además, ¿qué sabes tú de relojes?
—Nada, señor, pero lo intentaré… por curiosidad.
Don Rafa quedó pensativo unos segundos tras la ocurrencia del muchacho.
—¿Sabes qué pasaría, si llegaras a ponerlo en funcionamiento? Me quedaría sin trabajo en este pueblo de novecientos habitantes, donde apenas trescientos usan relojes de pulsera… ¡Serías mi ruina!
—No es para tanto, señor. Sólo quiero ver cómo funciona el mecanismo, sin las cubiertas, ¿me entiende?
El relojero lo escrutó atónito para volver con un nuevo argumento.
—Muchacho, ¿qué vas a estudiar cuando termines el bachillerato?
—Ingeniería mecánica, señor.
—Deberías estudiar periodismo, porque preguntas demasiado y quieres averiguarlo todo, como los reporteros: husmean el mínimo dato para llegar después al fondo de las cosas. En cambio un mecánico debe estar siempre callado y concentrado en su labor, y por lo que he observado, Miguelito, no tienes ninguna de esas cualidades. Te lo digo por experiencia. Un día, dejé la mecánica después de recibir un machucón que casi mutila los dedos de esta mano —señaló—. Tenía más o menos tu edad cuando enfrenté a mi padre con estas palabras: “Hasta este día te acompaño a desarmar motores de carros”, y así lo hice.
Don Rafa tomó asiento y olvidó por instantes la petición del muchacho para seguir contando su experiencia.
—Con todo lo que aprendí —entre machucones y el desagradable olor a grasa— me interesé en el mecanismo de los relojes. No me sorprendí: era el mismo principio de la mecánica automotriz. Así que más tarde, comencé a remendarlos con tranquilidad, sin que llegara a haber un reclamo. ¿Qué te parece?
El relojero quería seguir hablando de su trayectoria, pero su pretensión, fue quebrantada por otra ocurrencia del muchacho.
—Interesante don Rafa. ¿Usted ha sido entrevistado alguna vez por un periodista?
—No, Miguelito, pero he leído dos libros de uno muy famoso llamado Rysdzard Kapuscinski.
—¿Él se los regaló?
—No. Ni siquiera lo conocí.
Don Rafael terminó de contar parte de la vida del escritor polaco que recogió en libros su experiencia como reportero en las crudas revoluciones africanas y en otras partes del mundo. Miguel quedó tan encantado con la exposición del viejo relojero que pidió prestado para otro momento el libro Ébano, del famoso periodista europeo.
Miguel salió en bicicleta rumbo a su casa portando en su mano izquierda el Rolex apachurrado: lo llevaba oprimido con el manubrio para que no se le cayera a través de un camino sinuoso y encharcado. A pesar de su esfuerzo, no pudo evitar que las ruedas se enlodaran y salpicaran en la parte posterior de su suéter blanco, trazando una perfecta línea amarillenta.
A ambos lado del camino sin asfalto iba saludando a los campesinos que limpiaban con ahínco las hierbas brotadas en torno de los tallos de yuca y maíz.
El cielo despejado indicaba que no caería un chaparrón, al menos por ese momento, pese a que octubre siempre era un mes impredecible en materia de aguaceros.
Al llegar, inclinó la bicicleta sobre la pared de una vieja vivienda, contigua a su residencia. Estaba construida de adobe y techada con palmas. Antes de entrar gritó:
—¡Mamá estoy en mi laboratorio y no quiero que me molesten!
—Está bien Miguelito —respondió la madre desde el interior de la casa.
Miguel entró desaforado en la vieja morada que despedía un fuerte olor a herrumbre y a trastos remojados. Se detuvo frente a una mesa de metal, oxidada, donde reposaban algunas herramientas con las que su tío José Antonio descuartizaba los radios transistores cincuenta años atrás: colocó el reloj en el centro de la mesa de un metro cuadrado de extensión y sobre la que descendía un chorro de luz proveniente de un surco en el techo.
Miguel tomó una pinza y engranó sus puntas en las ranuras de la tapa posterior del reloj averiado. Lo giró hacia la izquierda con un poco de presión hasta ceder la tapa.
Decenas de embragues, muelles y ruedas dentadas fue el espectáculo que vino a continuación. En ese instante un perturbador grillo se antojó de cantar en algún lugar del enmohecido techo de palma. Miguel trató de rastrearlo por medio de un vistazo, pero no logró ubicarlo.
Con el mismo entusiasmo reanudó su pesquisa por las partes de esos pequeños engranajes deformados para sumirse por primera vez en una expectativa tan profunda. Así permaneció hasta destornillar el último elemento palpable en la base de acero inoxidable.
En el húmedo suelo las hormigas se afanaban en construir nuevas moradas. El piso era de tierra compacta y presentaba hoyuelos por las gotas de lluvias filtradas desde el estropeado techo de palma.
El lunes en la mañana Miguel Ángel Molina entró al baño para darse su acostumbrada ducha antes de ir al liceo. Sobre una repisa de madera pulida observó su cepillo dental y al lado, reconoció el objeto por el que se desvelaría en las próximas setenta y dos horas: era el viejo reloj de su papá: “Lo dejó olvidado”, pensó.
Su padre, don Miguel Molina, había salido a trabajar y no volvería hasta el miércoles en la tarde, de modo que tomó el reloj sin mirarlo y lo introdujo en el bolsillo derecho de su pantalón color azul. Después de asearse se despidió de su mamá y pedaleando como un campeón de ciclismo tomó rumbo al liceo.
A la una de la tarde regresó azorado en su bicicleta plateada y la recostó de manera aparatosa sobre la abigarrada pared de su viejo laboratorio. Corrió y volvió a gritarle en la marcha a su progenitora:
—¡Mamá ya llegué. Que nadie me moleste, por favor. Tengo un trabajo muy importante para llevar mañana, y quiero lucirme como siempre!
—¡Sí, hijito. Así lo haré, pero tienes que almorzar!
—Ya almorcé, mamá. Fui a darle apoyo a mi compañera Rosita, y su madre, me sirvió uno, muy bueno.
Mintió.
—Está bien Miguelito —contestó la madre sin asomarse.
Miguel colocó el reloj marca Seiko de su papá sobre la mesa para acometer la difícil operación de desarmarlo y hacerlo funcionar de nuevo. El Rolex aplastado le había dejado un halo de experiencia y una avidez por explorar el mecanismo de los relojes.
En seguida repitió el procedimiento anterior: con la pinza removió la tapa posterior sin dificultad y volvió a contemplar el conjunto de engranajes que permitía armoniosos impulsos para medir un universo tan complejo como el tiempo.
Miguel pensaba que cada pieza destornillada debería regresar a su sitio de origen con mucha precisión. Fue entonces cuando ideó un plan:
De un viejo cuaderno de dibujo cortó más de cincuenta cuadros de cinco centímetros de ancho por igual número de altura. Las primeras piezas extraídas fueron los engranajes de los minuteros y los segunderos. Para ello, escribió en el primer cuadro: “Minuteros” y así, hasta llegar al cuadro número 30.
En dos horas despedazó el viejo Seiko de su padre sin dificultad. Ante la falta de espacio en la mesa, colocó los últimos cuadros en el suelo con su respectivo elemento. Cuando eso ocurrió, ya la luz proyectada desde el techo se había ido y con ella llegaba la noche.
A la mañana siguiente Miguel Ángel Molina reanudó su rutina al liceo. A la una de la tarde regresó con el mismo arrebato para continuar el trabajo de armar el peor rompecabezas que había inventado.
Se sentó en una silla de mimbre para reflexionar: “Qué excusa daré a mi papá en caso de que el reloj no funcione”. Desde su abstracción, escuchó el llamado de su madre:
—¡Miguelito tu almuerzo está servido!
Se levantó, cerró la puerta de su laboratorio para ir a degustar un bocachico frito. Media hora después, cuando se disponía entrar en su taller, lo esperaba en la puerta su bella compañera de estudios Rosita Cristal: una esbelta chica de 17 años a quien había enamorado después de recitarle El poema 20 de Pablo Neruda.
—Vengo por el análisis que prometiste del libro El Coronel no tiene quien le escriba, recuerdas que tenemos que estudiarlo, mañana es el día de la presentación.
Miguel Ángel Molina lo había olvidado. Sus ojos comenzaron a cambiar del color azul al púrpura. Su cara se tornó como un camarón y una angustia abrasante comenzó a envolverlo.
—Sí. Claro, Rosita, pero en este momento no me siento bien. Comí a la carrera un bocachico frito y me tragué una púa… Como debes saber, ese pez es una maraña de espinas. Siento en mi garganta una molestia terrible, y ojalá no termine en una carrera al hospital… para una cirugía. Voy a reposar un rato y después veo cómo me incorporo a ese trabajo, así tengamos que amanecer.
Fue su pretexto para continuar con su inaplazable empresa.
La muchacha le dio un beso y retornó preocupada, dando saltos por los bordes de los charcos para no estropear sus sandalias de charol.
“Las mujeres si son antojadas”, pensó Miguel.
El relojero después de exhalar profundo, entró azorado en su laboratorio. Tomó la tapa o base del reloj a fin de ensamblar la última pieza; que según el tablero ideado debía comenzar por el cuadro número 30.
Cuando miró al piso se percató de que el engranaje no se encontraba sobre el cuadro como lo había dejado el día anterior. El pequeño trozo de papel se había inclinado justo sobre un hoyo construido por las hormigas itinerantes y en el que había caído el último eslabón del reloj desarmado. Miguel fue asaltado por la ansiedad. Se inclinó todo lo que pudo sobre el piso terroso, pero no vio señal del pequeño engranaje brillante. Buscó en el otro reloj aplastado, uno similar, pero se encontró con un problema: no recordaba la forma en medio de tantos parecidos. “Ahora, ¿qué hago mi Dios?”, pensó.
La luz proveniente del techo se disipó, pues el cielo se había nublado de pronto aumentando la turbación de Miguel. Entonces fue a un viejo armario de tablas y buscó una linterna. En el momento de tomarla, se percató de que traía un alacrán soñoliento en el pulsador del encendido. La pequeña alimaña en seguida arqueó su cola para ponerse en guardia y preparar su aguijón, pero Miguel soltó antes la linterna y al caer al suelo, lo trituró, escuchando después el crujir seco bajo su zapato. Superado este incidente, comenzó a alumbrar hacia el interior del hoyo recién formado donde un ir y venir de hormigas lo desconcertaban más.
Recordó un juego de lupas usados por su tío José Antonio para ver las piezas más diminutas de los viejos radios operados con circuitos de vidrio, y rastreó el pequeño promontorio de arena, pero no logró observar lo que procuraba. Unió los cristales de las tres lupas y apoyado por luz de la linterna, intentó otra exploración más profunda para concluir su delirante trabajo de mecánica.
Lo primero que observó a través del microscopio casero fue la cabeza grande de una hormiga que posaba sus patas en actitud desafiante sobre el piñón número 30.
—¡Ya lo vi! Pero tengo que apartar primero la hormiguita. Quizás está pensando. “¿Quién será este estúpido de ojos grandes, que quiere introducirse en mi hogar, sin permiso?”
Miguel se conmovió con el modo adoptado por la laboriosa hormiguita, pero de alguna manera necesitaba extraer ese valioso componente. Para no dañar el hormiguero con forma de un diminuto volcán, Miguel necesitaba encontrar un objeto delgado que permitiera descender hasta el fondo del hoyuelo. Halló una cabilla, pero la consideró demasiada gruesa para su propósito. Buscó en el viejo armario hasta encontrar un gancho de ropa. ¡Cortó la parte más larga con un alicate “! Clak!”,y después colocó un pedazo de imán, casi del mismo grosor sobre la punta del alambre. Para suerte de él, la luz cenital reapareció a través de la ranura del techo aclarando el recinto. Bajó el alambre imantado con mucha precaución y, en segundos, había dado alcance al anhelado engranaje de color amarillo. Una vez en sus manos, volvió a mirar al interior del hoyo por medio de la lupa casera y observó que la hormiguita había desaparecido. “Debe estar feliz porque no arruiné su hogar”, pensó Miguel.
En un recipiente con alcohol introdujo el piñón. Lo secó con suaves soplos y, después, satisfecho, lo puso en su sitio y así de manera sucesiva hizo lo mismo con los otros componentes faltando sólo por colocar el vidrio y la tapa posterior: pero había caído la noche.
Como estaba previsto, Miguel volvió a volar en su bicicleta rumbo a la casa de su compañera para analizar hasta las tres de la mañana la historia del anciano y maniático personaje de García Márquez.
El relojero soñó que se hallaba atrapado en una elevada torre que llegaba hasta el sendero de las nubes. Tenía que desarmar un sinfín de engranajes dorados para salir del cautiverio y encontrar el camino de retorno a su hogar. Después escuchó una música sutil, y los engranajes dorados, se dispersaron para bailar a su alrededor al compás de un vals arreglado con violines. Él también comenzó a bailar y las partes mecánicas del monumental reloj iban desapareciendo de uno en uno a medida que él los toreaba con media vuelta. Siguió bailando feliz, hasta que el último componente se esfumó. Como ya no quedaban obstáculos que le impidieran el paso, suspiró de contento, y vio por una ventana de la torre la llegada de los primeros rayos del sol.
Miguel despertó muy cansado como si hubiera desarmado en el plano real el reloj de una catedral. De nuevo tomó camino al liceo, pero esta vez con somnolencia.
En el trayecto iba pensando: “Hoy tendré que buscar a mi papá”. Ansiaba que el tiempo transcurriera en un segundo y terminara con la angustia creada por su osadía de usar el reloj de su padre como experimento.
Llegó la hora y Miguel retornó sonriente a pesar de su trasnocho, había recibido la calificación más alta de su grado en el trabajo de Castellano y Literatura.
Entró sosegado al laboratorio sin anunciar su llegada a la madre.
Colocó la tapa de vidrio, después con la pinza volvió asegurar la cubierta posterior.
Pero no experimentó en su rostro una sensación de triunfo como cuando se alcanza un gran meta: algo no había salido bien. El reloj no funcionó. Comenzó a agitarlo y su esfuerzo fue vano. “¿Qué voy a decirle a papá?”, pensó.
Salió y cerró la puerta desportillada de su taller para dirigirse a toda carrera a casa de don Rafa, el relojero del pueblo. Cuando iba llegando, don Rafa procedía a cerrar la puerta de su negocio.
—¡Don Rafa! ¡Don Rafa!
—¿Qué sucede, muchacho? —respondió el relojero con turbación.
—Le traigo el reloj de papa, creo que está dañado.
—Está bien, déjalo. Primero voy almorzar, luego lo reviso —declaró don Rafa impávido, sin imaginar la urgencia que reclamaba Miguel.
El muchacho miró la posición del sol y recordó el compromiso de buscar a su padre al sitio en que lo dejaba siempre el transporte. Se despidió del técnico y sin mucho esfuerzo pedaleó rumbo a la parada.
En el borde de la carretera principal aguardaba paciente don Miguel, quien era un hombre calvo y gordo de complexión y próximo a los cuarenta años. Vestía una braga roja y portaba un morral negro sobre su espalda. A primera vista aparentaba ser un hombre tranquilo; en contraste con la desmesurada audacia de su hijo.
—¿Cómo están por la casa, Miguelito?
—Todo bien papá. Nada más tu reloj dejó de funcionar y lo llevé a don Rafa, para chequearlo.
—Hiciste bien, hijo. Tienes sentido de pertenencias por las cosas nuestras. Ese será mi regalo de graduación para ti. Es una herencia de tu abuelo, ojalá dure en tus manos otros cuarenta años —dijo don Miguel, orgulloso.
El padre condujo la bicicleta y Miguel venía sentado sobre la barra, todavía preocupado por la suerte del reloj.
Cuando ya se encontraban a escasos cien metros de la casa, don Miguel preguntó:
—Hijo, ¿aquel no es don Rafa?
—Sí, papá. A lo mejor trae noticias de tu reloj —dijo Miguel con un nudo en la garganta y sudando frío.
El padre del muchacho pensó: “Ojalá no se le vaya la mano, porque don Rafa no tiene misericordia para cobrar”.
—Saludos, don Miguel. Aquí traigo su reloj —dijo el técnico, sonriente.
—¿Cuánto le debo, amigo? —preguntó el viejo Miguel, preocupado por la respuesta que pudiera darle el fogoso relojero.
—No me debe nada: sólo faltaba darle cuerdas.
Los ojos del muchacho querían saltar de emoción, sentía que para él se activaban las agujas de otro reloj, que empezaría a marcar el trazo de un nuevo horizonte.
—Gracias, don Rafa. No sé por qué olvido siempre darle cuerdas al reloj. Algo tan sencillo, porque desarmarlo y volverlo a armar es una verdadera hazaña.
—Así es —asintió el relojero, poniendo en marcha su bicicleta.
Don Miguel se puso el reloj en su muñeca izquierda y después lo llevó al oído.
—Ahora lo siento mejor: zumba como el motor de un carro nuevo.
Mientras el viejo llevaba abrazado a su hijo rumbo al interior de la casa, hizo la pregunta que desentrañaría la expectativa cifrada.
—¿Miguelito, siempre vas a estudiar Ingeniería Mecánica?
—No, papá. Voy a estudiar Comunicación Social: seré periodista.
@marcelomoran